Hay silencios estruendosos. Cuando me quedé mudo en
respuesta al airado "¿Y tú no tienes nada que decir?" de Silvia, las palabras
que fui incapaz de liberar resonaron como gritos delatores que proclamasen mi cobarde
infamia. El silencio de Silvia, que respondió al mío, restalló en mi conciencia
como esos insultos que no acudieron a su lengua o no se atrevió a arrojarme.
Hubiera sido demasiado esperar de mí una palabra de apoyo, si bien al menos
tendría que haber ofrecido algo más que ese silencio deshonroso y esa forma
culpable de apartar la mirada. Elena asistía a la escena satisfecha; sus ojos
fríos, casi de reptil, me contemplaban igual que una víbora puede deleitarse
con el espectáculo del ratón que ya ha sido mordido y se debate en sus últimos
estertores, pero es incapaz de huir, inmovilizado por la ponzoña. De cuando en
cuando, inspiraba una nueva calada del
cigarrillo y expulsaba el humo con calculada lentitud, formando una nube que
desvanecía su rostro hasta hacerlo semejar una aparición de pesadilla o la
imagen de un ídolo tras la cortina de incienso.
También hay mentiras sinceras. Cuando Elena Miró me
preguntó si estaba dispuesto a todo con tal de triunfar en la literatura y
asentí sin pestañear, supuse que se refería a cualquier pequeña infamia que
imaginaba sería capaz de sugerir una agente literaria sin escrúpulos:
prostituir mi estilo, plagiar el último gran éxito comercial o robarle la idea
a un aspirante meritorio. De ningún modo, podía sospechar la ausencia total de
moral de esa deletérea mujer que me iba a atrapar en su círculo de iniquidad y
depravación, ni que iba a ser arrastrado por su perversa voluntad como una hoja
seca en medio de un vendaval.